Mientras hablábamos comenzó a salir de su cabeza
ese extraño pitido familiar. Era molesto y estridente, penetraba en mis oídos
de forma violenta y apenas me permitía articular palabra. Conforme más rápido
hablaba yo, más fuerte sonaba y más me desesperaba. Mi interlocutor cada vez
parecía más distante, como si toda aquella absurda conversación entre mi voz y
los pitidos le diese exactamente igual. Cuando su expresión de ausencia
fue más que evidente caí en la cuenta: se había quedado sin batería. Ya no se hacían humanos como los de antes.
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